La metáfora como modo de vida

Los libros que se nos escapan son los que vuelven con más fuerza.

Los libros que se nos escapan son los que vuelven con más fuerza.

Eduardo Iglesias convierte en literatura su mirada sobre el presente, al tiempo que une con eficacia lo leído con lo presentido y lo soñado.

Es inevitable en el destino del periodista cultural (aquel que lee por obligación profesional y, en cierto modo, menesterosa, si bien sin olvidar el placer intrínseco en la lectura y, a veces, llevándose sorpresas agradables conjugando el placer con la obligación) llegar tarde a algunos libros que hubieran requerido una atención más pronta y determinante. Ya he escrito sobre esto; pero, a la vista del libro que me ocupa, creo que no está de más incidir en ello. Muchas son las circunstancias por las cuales un libro se esconde a nuestra mirada y, sin que ello valga de justificación, a veces el despiste sirve para que el libro en cuestión sea tratado con más  calma; casi como si se tratase de una de esas lecturas que se abordan por, simplemente, el placer que te van a reportar.

El vuelo de los charcos de un autor desconocido para mí (y esto no tiene justificación, pues ya lleva varios libros en su haber) es uno de esos libros que, cuando pasan ante uno, ese uno está a otra cosa o remando en contra del viento y cuando vuelve, al libro me refiero, lo hace con fuerza, como ya he dicho, e incluso con virulencia, con la radicalidad de los hechos y los sueños consumados.  

Eduardo Iglesias me ha sorprendido, sin conocerlo, que es la mejor forma de que alguien te sorprenda y que te ayude a reflexionar sobre los pasos perdidos. De modo que, después de la lectura de su último libro, ¿novela, relatos, miscelánea de textos sobre la naturaleza humana, auto-ficción, biografía oculta? Qué más da. No encasillemos a un autor que lo último que quiere es que se le encasille. Se divierte, con fundamento; es decir, utiliza todas las armas que le ofrece la literatura para, con la libertad que le proporciona no suscribirse a ningún género, llegar a lo más profundo de su alma artística y, a la vez, buscar el reflejo de ésta el alma de una sociedad que avanza a la deriva de las emociones contrapuestas.

Eduardo Iglesias no esconde sus intenciones, tampoco sus influencias, muchas y contrastadas; no elige un género y los utiliza todos, es un autor libre, quizá porque no se somete a las leyes imprecisas del mercado editorial, y, desde esa libertad, se permite el lujo de narrar sin encorsetamiento, inventar sin pensar en el resultado de sus invenciones, reflexionar sobre lo que nos ocurre argumentando historias futuristas o referentes inexcusables de la memoria que siempre nos acompaña, con la mirada puesta en un punto preciso, el de una sociedad que se diluye y que, como modo de inflexión, quiere volver a la ciudad de la caverna futurista con la intención de ver el foco de luz en lo que se atisba al fondo de lo que existió y, quizá, pueda volver a existir.

El vuelo de los charcos es duro en muchos aspectos y, si tuviera que decirlo, no creo que sea optimista, como la propia vida; pero detrás de sus extremos todavía creo intuir un foco de esperanza. Quizá el autor no esté de acuerdo; pero aún sigo pensando que la maldad, la búsqueda de una justicia que nos conduzca a una redención impostada, la guerra, incluso la guerra de guerrillas con el desgaste civil que comporta, la desesperación del herido, la búsqueda de lo que somos, en definitiva, tiene su recompensa, o ha de tenerla, en las palabras y metáforas de un libro que, por qué no decirlo, me ha gustado. El resto os lo dejo a vosotros.

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