La elegancia de Susi

Al final de Long Island en su extremo más septentrional, se encuentra el puerto de Montauk. Un puerto de pescadores donde cuelgan las aletas de los peces capturados en los últimos días. Nosotros, mi mujer y mis dos hijos, siempre nos fijábamos en las aletas de tiburón más recientes. Y se nos ponían los pelos de punta pensando si alguno podía merodear por donde cogíamos olas entre otros surfistas. Los barcos de los pescadores verdaderamente profesionales eran desastrados igual que sus ocupantes: tipos rudos, marcado el cuerpo de tatuajes, amuletos colgados de sus cuellos y pocos dientes en la dentadura como piratas. Impresionaban de verdad.

Pero lo que de verdad me impactó a mí para llegar a este punto extremo de esta larga isla fue ver en la biblioteca y a la vez bar del hotel Hudson de Nueva York un libro de fotos magnífico de finales de los años sesenta o principios de los setenta. En él se veían surfistas y chicas de los surfistas que me hacían recordar a mi juventud y a la protagonista, Katherine Ross, de la película El Graduado. Creo que en aquella época todos deseábamos a aquella preciosidad.

Mi mujer tenía veinte años cuando me enamoré de ella por ser rubia, de ojos verde, gris, azulados, buena motorista, inteligente y guapa. Ahora, después del paso del tiempo, era verano y en la ciudad de Nueva York hacía un calor que hasta las ideas sudaban gota a gota. Habíamos vivido muchos años en ella y en ese año de 2005 le habían propuesto dar clases en la universidad de Columbia de la que era doctora (PhD).

Susi, mi mujer, sigue siendo atractiva y cuando le dije que yo me iba con nuestros hijos, Adi y Kiti, a Montauk a seguir escribiendo mi novela “J Solo y la mujer sin rastro” y a coger olas en vez de estar en esta ciudad de veraneo de todos los infiernos, ella ojeó el libro me miró y me dijo: Vale, tú a Montauk y yo a Manhattan. Este es el estilo elegante de la mujer que tengo.