Ser prehistórico

De todas formas, los fines de semana Susi venía a estar con nosotros en el mar. La sirena llegaba y las olas se hacían más bellas. Los paseos por la playa pasaban de ser solitarios a compartidos. Dos modalidades diferentes a las cuales estoy acostumbrado en mi vida con ella.

En Montauk la playa y el mar lo eran todo para mí. Aunque, existía una piscina que atraía de forma especial a mis hijos. Una piscina grande y profunda de agua caliente con un trampolín que hacía sus delicias y las del amigo americano que vivía con nosotros: Duncan. Duncan había coincidido, años antes, con mi hijo, Adi, en un colegio de Manhattan y eran buenos amigos. Se podían pasar horas en el agua por su temperatura caribeña.

La piscina se encontraba en la casa de Julian Schnabel, el pintor y cineasta, amigo nuestro. Conocíamos a su mujer, Olatz, y después lo conocimos a él. Tenía hijos de la edad de los nuestros y el surf invadía la atmósfera de amaneceres y atardeceres.
Tengo que reconocer que yo cogía las olas a pelo, lo que los americanos, en su afán de conseguir el significado sintético en una palabra única, llaman “body-surfing”. Para mí, estar con el cuerpo sumergido en la ola, salvo la cabeza expectante, me parecía más salvaje o al menos así lo sentía, que tener que subirme a una tabla con la incomodidad, esfuerzo y pericia que ello suponía. Aunque, la verdad, envidiaba a los que lo hacían pero yo a mí manera me consideraba más prehistórico.