El vuelo de los charcos prologado por Ray Loriga

Lo hermoso y lo terrible, por Ray Loriga

Conocí la escritura de Eduardo Iglesias, en un lejano 1993, gracias a un libro singular, Aventuras de Manga Ranglan, su segundo título publicado, y aun guardo el recuerdo y el aroma de aquella narración, y la memoria  limpia y clara del descubrimiento de un escritor dotado ya de una voz, propia,  única y gozosamente desconcertante. Voy a tratar de explicar lo que me unió a su escritura, y por qué tantos años después, jalonados por sus libros, tan diferentes entre si como puntuales a su cita, sigo anudado con entusiasmo a su lectura. Algo, y mucho, hay de esa sorpresa inicial, que se mantiene cambiante pero constante hasta la lectura reciente de este Escritor imaginario, su nueva entrega y que en este volumen precede, de manera nada arbitraria, a una novela anterior, Cuando se vacían las playas, publicada en 2012, que por cierto  tuve el placer y el honor de presentar en su día.
El asunto es el siguiente; literatura intransferible, y al tiempo cercana y conmovedora. Intransferible porque pertenece a su voz, y porque alrededor de esta crea un escenario, un espacio narrativo, propio de su latido y de su genealogía literaria.
Cercana y conmovedora porque absorbe al lector con su rumor y lo lleva al centro mismo de sus percepciones.

En El vuelo de los charcos nos ofrece Iglesias un amplio arsenal de narraciones e impresiones superpuestas, que no desconectadas, que iluminan y guían gran parte de su producción anterior y en concreto sirven de perfecta antesala para la fantasmagórica y romántica novela, mitad desasosiego del pasado, mitad desconfianza hacia el futuro, que es Cuando se vacían las playas. Un relato que nos traslada a un mundo que recuerda al nuestro siendo otro y que encierra una profecía y un misterio. Al leerla, esta historia me hizo recordar el experimento futurista, detectivesco y virulentamente irónico del Alphaville de Godard, no por que haya mimetismo alguno en las intenciones y los logros de Iglesias, sino porque recuperé esa sensación de bello desconcierto, que me produjo en su día la obra del genio Francés.
Si en esta novela consigue Iglesias un Noir, muy peculiar, hermoso y castellano, en el texto que en esta cuidadosa edición lo antecede encontramos los impulsos naturales y por tanto viscerales que han formulado y uno diría que regido, toda su obra narrativa.

Algo han tenido siempre las aventuras de Eduardo Iglesias, desde ese lejano Manga Ranglan hasta hoy y aquí, pasando por Tarifa o la más reciente Los Elegidos, algo difícil de construir, pero fácil de apreciar;
Un encanto conmovedor provocado por la proximidad que producen sus retratos de individuos descabalgados entre las más nobles intenciones y las más descorazonadoras realidades. Con tesón y coraje, pero también con un dulce sentido del humor, sus personajes se enredan una y otra vez entre los cables de las circunstancias que pretenden enfrentar, o rebatir, participando así de la más vieja tradición literaria, el denodado esfuerzo por torcer si acaso unos centímetros el inexorable rumbo de nuestros destinos.
Su prosa acompaña esta tarea de Sísifo, con el empeño, rayano en la locura, de un tamborilero que avanza solo alentando a un ejercito ya derrotado. A una armada de fantasmas.

Es esa soledad, y el arrojo de enfrentarse a ella lo que otorga  a sus libros un aliento compasivo y pasional, un crepitar de hoguera y un murmullo de consuelo.

“…el espejismo de lo libre, oscurecido por nosotros.” Decía Rilke, para apenas unos versos más allá, en sus Elegías de Duino, constatar: “Lo hermoso no es otra cosa que el comienzo de lo terrible en un grado que aun podemos soportar…”

Pues eso.

Pasean, lean, disfruten.